MAMA ESTRELLA
Sé que eres tú quien me observa escondida detrás de sus ojos, esos ojos hondos, como lo son los tuyos, que aún habitan en retazos invisibles que merodean por mi sueño impregnados de memoria y recuerdo.
Aunque a finales de setiembre una lluvia fina suele humedecer las frondosas hechuras de los olivos, encharcando un rimero inmemorial de caminos de albero y arcilla, por el contrario, el día que muestra la fotografía desde la que me miras delata una mañana calurosa de principios de otoño. En la misma se ve flotar al fondo un ramillete de nubes deslavazadas, un cielo despejado moteado con algún que otro nublo oscuro. Días azules de otro tiempo como los que luego me tocarían vivir a mi a esa edad temprana en la que aún estaba cosido a la tierra que vio nacer a tantos de los míos. Días de infancia y consuelo en los que, tumbado sobre la hierba crecida al amparo del Rumblar, disfrutaba viendo las nubes moverse con una lentitud plástica, con esa cadencia rítmica con la que oscilaba el mercurio en las probetas del laboratorio del instituto de mi primera juventud.
En la escena estampada en un viejo papel de albúmina con los bordes festoneados, mi familia luce resplandeciente incluso a través del blanco y negro desteñido de una fotografía que alguien hubo de llevar mucho tiempo en una cartera, acaso pegada al corazón, porque la huella de un doblez la atraviesa de lado a lado como una cicatriz. Detrás, en el fondo, puede verse un puente de ocho ojos, la torre rojiza de una ermita, una casa adosada al muro de servidumbre, bordeada por una larga verja de ladrillo cubierto de verdín y forja herrumbrosa, dividida por una puerta inútil anclada al suelo y clausurada por una gruesa cadena, y un huerto descuidado del que se levantan árboles asilvestrados, sin podar, abandonados a su suerte como los muros derruidos de las galerías de la segunda planta de la casa, como también se abandona la vida misma.
Es aún joven la mano de mi padre sobre el hombro de mi madre, apenas un roce, primeriza también la pose inquieta de mis tíos con las camisas arremangadas por encima de los codos, ambos en cuclillas, al igual que la sonrisa de una pareja de novios que apenas si se atreven a tocarse, pero ya por entonces ella, vestida de negro y sentada a lo turco sobre un suelo mullido por el musgo, ya se había convertido en una anciana. Triste y ensombrecida por una vida desgastada y quizá un buen número de batallas perdidas.
Conforme envejece en las escasas fotos que conservo de ella, la mirada de mi abuela se va nublando hasta que, en la última que cayó en mis manos, una en la que acompaña a mi tía en el día de su boda, su cuello emerge del luto sepulcral que le esconde los tobillos para girarse y mirarme así de frente, atravesando la noche oscura, el tiempo inútil, dejándome ver que quien me observa detenidamente desde el otro lado del papel impreso realmente ya no es ella, que su mirada esconde la forma con que mi madre me viene mirando desde que tengo uso de razón.
Yo no conocí a Mama Estrella, o si lo hice no fue con el tiempo suficiente como para recordarla, pero ahora sé que solo era cuestión de tiempo para que mi madre, ya convertida en eterna, la devolviera a mi recuerdo. Dos mujeres que me dieron la vida y que, con el tiempo, quizá con parecidas derrotas, como en una premonición, han acabado confluyendo en una sola.
Ahora sé con certeza que esa mirada familiar constituye el único lugar donde voy a ser capaz de refugiarme, quién sabe si para siempre. La mirada de donde vengo y la que me espera, la que ya posiblemente esté construyéndose en estos momentos en mis propios ojos, calando poco a poco sobre mis gestos, mi rostro, para convertirme en quien realmente siempre he sido. Como una lluvia fina de otoño.
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