Esclavos o aprendices.


 
He participado en estos últimos días en algunos enconados discursos sobre las relaciones laborales/ profesionales de los abogados que comienzan su carrera y la obligación legal y moral de que sean retribuidos adecuadamente, y alguien ha tenido a bien recordarme una frase que desde siempre he repetido y que hacía alusión a que yo hubiera pagado para que un buen abogado me hubiera enseñado la profesión.
 
Quiero explicar esa afirmación, pero con la advertencia de que voy a hablar de mí y por mí. Así que todo lo que escribo se debe a mí exclusiva autoría y responsabilidad. Mi opinión no es la del despacho en el que me integro, ni la de cualquiera otros tantos que conozco bien. Soy consciente del peligro que arrastran mensajes como este, lanzados en público y de  automática respuesta, en abierto o bajo la discreción de un embozo, porque en un tiempo en que la corrección formal es más importante que el contenido real del mensaje, todo lo que se entienda como un exceso se vapulea sin medida. Aunque lo cierto es que voy teniendo una edad en la que ciertas cosas se relativizan porque dejan de interesar o importar.
 
Como punto de partida he de indicar:
 
(i) Que desarrollo mi profesión en una provincia en la que no he nacido, una tierra en la que no viví hasta los veintitrés años y en la que, al momento de llegar, carecía de arraigo alguno, ni familiar, ni afectivo -todo lo contrario que ahora que se ha convertido en mi hogar y el de los míos-. En Almería, desde Jaén primero y desde Granada después, desembarqué buscando simplemente una oportunidad. Y mucho que me alegro de ello.
 
(ii) Que aquella aventura se produjo en el año noventa y tres del siglo pasado, tras concluir los dos grandes eventos que hicieron visible a este país desde la entrada de la Democracia: las Olimpiadas y la Expo. Entonces el paro estaba disparado -en mi franja de edad subía hasta el cuarenta por ciento-, el tipo de interés legal del dinero estaba en el diez por cien -mi préstamo en la General para pagar el máster de Derecho Fiscal que cursé al terminar mi carrera tenía fijado un tipo de interés del diecinueve por cien (ahí es nada Sr. Azcárate)-; y no creo que nunca la Universidad española hayan soltado al mercado más licenciados en Derecho en este país que aquel año -efectos lógicos de pertenecer a la generación del baby boom-. En algunas clases, apilados en largas mesas de madera bruñida por el roce, nos apretábamos en bancos corridos casi doscientos alumnos. No creo que nadie se atreve a decir que lo tuvimos fácil.
 
(iii) Que llevo veinticinco años de ejercicio efectivo de la profesión. Alguno más si contamos el tiempo que dediqué a diseñar esa profesión tras acabar mi licenciatura mediante largas y complejas jornadas impartiendo clases de apoyo a jóvenes alumnos de derecho financiero, circunstancia esta que me permitió dos cosas: por un lado, sostenerme en el mundo y atender las obligaciones económicas que tienen los que no se alimentan del aire y,  por otro, abrirme paso en el panorama jurídico de mi provincia donde no era corriente encontrar un abogado -licenciado a secas porque la colegiación la cursé unos años después- que tuviera conocimientos fiscales. Y bien es sabido que en un país de ciegos, el tuerto…
 
(iv) Que durante casi dos lustros he tenido el orgullo de ser profesor de Derecho Mercantil en la Universidad de Almería.
 
Y sí, bajo la sensación personal de haber crecido profesionalmente desde la absoluta nada, reconozco y afirmo que aquellos primeros años YO HUBIERA PAGADO A ALGUIEN PARA QUE ME ENSEÑARA LA PROFESIÓN.
 
La labor del abogado especialista, a mi juicio, resulta ser de una tremenda complejidad y precisión, donde nada es recomendable que se deje al albur del destino o la suerte. Todo tiene que estar medido y planificado, y eso solo lo permite el conocimiento y la experiencia. La del abogado generalista, también bajo mi criterio, es digna de admiración -a la par que de compasión, por ser inabarcable, inasible y sobre todo, perjudicial para la salud de quien la ejerce-. Tal y como están configurados los Grados -que conste que el Plan del cincuenta y tres era infinitamente mejor que el actual- ninguna Universidad nos puede preparar por completo para el ejercicio de la profesión. Ni mucho menos los máster universitarios, que no son otra cosa que la elongación del Grado -¿y para esto nos cargamos la licenciatura?, me pregunto-. 
 
Por eso creo en la idoneidad, e incluso la conveniencia, de la pasantía como remedo gremial de la figura del aprendiz del artesano. Una pasantía real, donde exista una relación profesional de respeto mutuo en la que surgen verdaderas obligaciones para ambas partes, y donde puedan incluso confluir los derechos e intereses comunes del aprendiz y del tutor. Escapando de relaciones de sumisión y servilismo que no sirven para entutorar correctamente la profesión de nadie, y que afea públicamente la actitud del despacho o letrado que las promueve.
 
Sin esa pasantía muchos profesionales, tan jóvenes como válidos, tendrán difícil el acceso con garantías a una profesión tan compleja, y sobre todo, verán condicionado su crecimiento profesional. (Lo sé por propia experiencia. V.Gr. mi primera casación la vi con cuarenta años. Compañeros de mi despacho las están preparando/estudiando con apenas veintinueve.)
 
Evidentemente mi afirmación resulta una hipérbole en el antecedente de un debate. Pero estoy convencido que, mientras no tengamos una UNIVERSIDAD DUAL -no solo la FP ha de serlo-, la pasantía debería de regularse de forma adecuada y objetiva, atendiendo a los intereses en juego y a la finalidad buscada con la misma. No veo en la pasantía real -no confundir con el mal uso que pueda darse de la misma- algo inadecuado, ni poco provechoso para el pasante, sino todo lo contrario. Es una puerta maravillosa por la que colarse en los estrados con la seguridad que da el conocimiento que llega de primera mano.
 
Soy consciente del daño que a esa tradicional institución se ha hecho por quien ha visto en esa herramienta una forma de aprovechamiento -buscando el interés propio y el perjuicio del pasante-, o de enmascaramiento de verdaderas relaciones laborales -cuando no de absoluta sumisión- pero esa disfunción real y perseguible no puede servir como coartada para abogar por la desaparición total de la figura. Porque entonces, en el pecado estará la penitencia.
 
Ya por terminar, reseñar que estoy convencido que nuestro marco jurídico actual no reconoce, ni potencia, ni si quiera promueve, la especialidad de esta relación profesional, que va mucho más allá de una mera relación laboral o de dependencia, tanto para el abogado/pasante, como para quien es titular del despacho. Muy al contrario, se castiga y persigue. Y bajo esa sombra sospechosa, la persecución de la pasantía la aboca a su extinción. Y de ahí aquella frase que tan mal suena cosida a mis labios a lo largo del tiempo. Sí, sigo pensando que yo hubiera pagado porque alguien me hubiera enseñado bien la profesión.
 
Un fuerte abrazo a todo el mundo.

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