CARA V: ROBERT MONDAVI. Vinos del Valle de Napa


 Me anunciaron este vino a miles de pies de altura, cruzando el Atlántico camino de Asunción. Por entonces no conocía el Condado de Napa, ni por supuesto la bodega. Mi insomnio persistente en las alturas me permitió la calma suficiente para informarme sobre el origen de los viñedos en California, donde se plantaron las primeras cepas por los españoles con la única finalidad de poder transmutar su mosto en Sangre de Cristo. Ellos nos dieron a nosotros la patata y les correspondimos con la uva, no está mal el intercambio. Luego, a finales del sigo XIX y el primer tercio del XX, la filoxera y la Ley Seca devoraron los parrales hasta que, allá por los años sesenta, se instaló en el Valle californiano este reputado bodeguero: Robert Mondavi, para trabajar distintos tipos de uva y confeccionar unos vinos de gran calidad.

De mi último viaje a la capital del Paraguay traje en mi maleta, incrustada en el interior de una bota -calzado profiláctico ante las roturas-, esta botella, y la catamos unos amigos en el Restaurante “La Bellota y el Buey” -ciudad de Almería-, en una mesa alta, rodeados de decenas de vinos de varias bodegas, distintas añadas y procedencias, que reposaban en los entrepaños de las cuidadas estanterías, bajo un dosel de jamones curados que resudaban colgados de ganchos incrustados a lo largo del techo.

Para mi paladar acostumbrado a la increíble tempranillo, he de reconocer que siempre me sorprende la uva Cabernet Sauvignon. Si se deja respirar -mínimo cuarenta minutos-, este vino es espectacular. De un color intenso, casi oxidado, se desprenden olores penetrantes y sabrosos. Que cada uno reconozca en esos aromas lo que corresponda, pero yo os aseguro que cuando la copa embocó sobre las comisuras de mis labios, en ese primer sorbo, con la punta de la lengua apuntalando la memoria, recordé los cielos ardiendo en un trópico utópico, los últimos rayos de sol sorteando las nubes, oscuras como amenazas, que cegaron el horizonte, el viento moviendo con urgencia las copas de los árboles que se levantaban sobre el empedrado de la calle donde resido cada vez que vuelo a Paraguay, y de repente la lluvia, una tormenta eléctrica de dimensiones bíblicas que amenazaba con meterse dentro de casa. Y yo allí, detrás del cristal, asistiendo impasible al espectáculo que proporciona la naturaleza, convencido de que cada vez que el desaliento me hace pensar en abandonar, tengo que buscar las razones que me llevaron a emprender este camino. Y sí, sin duda el vino -bebido con moderación- es un buen catalizador para aferrarme a la felicidad.


Buenas tardes 



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