La Mudanza (fragmento)
Finalmente me he decidido por publicar La Mundanza.
La narración de esta novela se ubica en el marco inestable que proporciona el trasiego de moverlo todo de un sitio a otro, quizá atraído el autor por la paradoja que se encierra en esa acción de desmontar las cosas para, seguidamente, volver a armarlas nuevamente. Romper con delicadeza lo cotidiano para construirlo de nuevo en un lugar distinto, acaso extraño. Y quizá de eso vaya la historia de La Mudanza. De personas que se deshacen y vuelven a levantarse apoyadas las unas en las otras.
Un empleado de banca que acaba de jubilarse, una joven de buena familia que esconde el don de descubrir el color de los olores y que, sin embargo, acaba huyendo hacia un rincón esquinado del mapa: Almería, y una negra cubana que se escapa de la Isla para ejercer la prostitución a miles de kilómetros obedeciendo lo que le dicta la aparición de su padre muerto. Y allí, en Rodalquilar, permitiendo que todo confluya, una madre que se dejó robar una niña recién nacida, y una casa, la del ingeniero, que esconde una historia pasada cargada de futuro.
Todo ello bajo el rutilante escenario de la tierra desolada del Cabo de Gata que, con el atractivo narcótico de los espejismos, empuja ese cambio.
Aquí, bajo la preciosa foto prestada por Marlene Freniche, os dejo un fragmento de Úrsula.
"(...)Tenéis que saberlo, sí…, más pronto que tarde llegará el día en que ya no amanecerá más… ¿Y si fuera mañana, qué? Decidme, ¿entonces qué?, recordaba Úrsula en el silencio del coche al fantasma de su padre que, bajo el lastre del sentido trágico con que solía juzgar los destinos propios y ajenos, ya fueran escuetos o ambiciosos, embriagado por el aguardiente, condenaba al mundo con una voz sombreada y pesarosa, mientras la familia se arremolinaba ajena a esa fatalidad en torno a la mesa de comedor esperando dar el tiento final a la comida racionada que se disimulaba apenas entre una vajilla dispareja y desportillada heredada de los años que precedieron a la Revolución. De descreídos se llenarán luego los templos y los cementerios, pero ya veréis, ya…, continuaba sentenciando.
Ella percibe su infancia como una cicatriz indeleble que atraviesa de lado a lado su memoria, una época de muros y abismos en la que los prodigios eran, además de posibles, imprescindibles para sostenerse con vida en un país que adolecía de todo menos de la propia carestía; y a su padre lo sigue viendo como el irreverente negro que dominaba el arte de presagiar los acontecimientos que estaban por ocurrir, sin más apoyo que la contundente experiencia que, según él mismo, le proporcionaba todo cuanto había vivido en los años transcurridos desde que comenzó a tener conocimiento, ese tiempo que, no teniendo vuelta atrás, finalmente acabaría engullido por el olvido fúnebre que, al igual que aquella noche por la que ahora circulan, lo embebe todo. Aunque la oscuridad perpetua finalmente al que primero le alcanzó fue solo a él. De forma repentina y con el sol asomando primerizo por el horizonte, tal y como él advertía al mundo, se murió su padre cuando Úrsula era aún demasiado pequeña, aunque no tanto como para que ahora no vuelva a su cabeza emborronado, apenas como una invención completada con trazos de algo que seguramente comparte espacio con la realidad. O así lo cree. Y aunque es en el escenario íntimo de los sueños en el que, apenas habiendo cerrado los ojos, procura siempre buscarlo, esa noche, con Maxi aferrado al volante con ambas manos, en silencio, centrando en la conducción, Úrsula, por un momento, deja que se abra la herida bajo la que también se esconde su padre... Y así, con el destello de una emoción arrugado en su boca, aprieta los labios y, apoyada en la ventanilla, entorna la mirada para quedarse con aquello dentro, para ella sola. Aunque, sin percatarse, como por un reflejo infantil, deja caer su brazo en un lugar que le permite rozar con los dedos la piel cálida de Maxi que, quizá no lo sabe, pero así va a proteger su sueño como en otro tiempo hizo aquel negro que solo veía las hojas caídas en el camino, sin detenerse a mirar las que reverdecían ajenas a la Revolución en los atardeceres encendidos del Caribe, colgando de los frondosos árboles que teñían las calles con sus frutos en sazón.
Úrsula siempre había pensado en los fantasmas y las estantiguas de las que le hablaba su padre como una especie de hologramas translúcidos y cenicientos, algo así como salamanquesas transparentes que se sostienen ingravidas en las paredes, aunque contorneados con una figura humana con luz propia y rematada con ojos abisales, de esos que no tienen fondo, o por lo menos los mortales no pueden verlo, pero resulta que la primera vez que su padre se le apareció después de muerto, el negro chillón iba vestido con el traje con que le amortajaron, eso sí, recién planchado y con los remiendos de las mangas bien enlucidos, así que dudó si lo que había soñado era su propia muerte y lo que estaba viendo era tan real como la cama que la sostenía. Fue el propio padre, o mejor dicho, su fantasma, el que le despejó aquella duda pidiéndole que no tuviera miedo, que aunque se había muerto, deseaba volver a echar un vistazo al mundo para ver si seguía allí donde lo había dejado. Y ante la evidencia de que, a pesar de su repetida amenaza, el único que se había consumido era él, había decidido aparecerse a su hija que, por otro lado, era la persona que en vida lo entendió y lo quiso como se merece ya no un padre, sino un negro formal y corriente.
Fue con él con quien, en una de sus discontinuas apariciones, Úrsula confesó, por primera vez, el sufrimiento que arrastraba tras la muerte de Lemay, el padre de su hija y quizá su único amor verdadero hasta entonces, y su decisión inamovible de meterse a puta, y fue él quien, sabedor de su tozudez, le recomendó que si la decisión era firme se fuera para España a ejercer, alejando así al pecador y el pecado de la casa familiar, por aquello de la eterna disputa que el hombre afronta entre el ser y el parecer. Y la hija no tuvo más que obedecer a su padre, por mucho que éste hubiese muerto varios años atrás. (...)
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