Don Bartolomé Cobo Arance.
Echar la vista atrás para repasar las cosas que ya sabes que no vuelven tiene algo del inconsciente atrevimiento de quien hurga en una herida que aún no está recuperada del todo, sabiendo que, tras la dulce sensación inicial de ese acto, finalmente acabará apareciendo una punzada de dolor. Casi cuarenta años desde que me fui de Bailén y dejé tanto allí es mucho tiempo. Basta con haberlos vivido, y a veces soportado, para darse cuenta de ello. Pero hoy no me resisto…, es un ansia la que me empuja, porque uno de esos amigos que se cuenta con los dedos de una mano, quizá uno de los dos más antiguos que recuerdo, como muchos otros están haciendo en estos días, me ha mandado una foto sosteniendo entre sus dedos “La Mudanza”. Pero de esa imagen lo importante no es la novela, incluso ni si quiera Bartolo, sino el escenario en el que se encajan los dos: la calle Parada. Ahí he nacido y viví hasta que escapé del pueblo. Ahí estaba la alberca que veía todos los días desde mi ventana y el higuerón que le daba sombra al agua limpia para que flotaran las ovas como ovillos de algodón, esa alberca que tanto juego ha dado en la Mudanza. Ahí estaba mi otro gran amigo: Alfredo Lobato, y sus padres, y Bartolomé y los suyos, y toda mi familia. Ahí jugábamos al futbol en una era cercana, y nos apedreábamos en dreas infantiles de los que aún guardo alguna marca. Ahí estaba un número par de un patio de vecinos, en el que había un buzón que dejó una cicatriz en el cuello de Alfredo que aún sigo mirando cada vez que vuelvo y nos apretamos en un abrazo. Y ahí estaba Manolín, que me han dicho que ya se ha muerto, y yo no quiero pronunciar su nombre porque parece que vuelvo a verlo y me da tristeza. Y también estaba Felipe, el forofo del Barcelona que nos dejó impresionados con apenas doce años -me guardo la razón-. Y los de La Chica y otros tantos que me han vuelto de repente a la cabeza.
Gracias por todo ello amigo mío.
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