El viento y el Plomo

 


Playa de El Plomo en Cabo de Gata: 10 opiniones y 45 fotos


15.- LA ÚLTIMA VEZ que Basilio se encontró de frente con el rostro de Adela fue en una fotografía estampada en una portada del diario El País. ETA acababa de asesinarla, mientras caminaba agarrada del brazo de su marido, en una bocacalle cercana a la Catedral de Jaén, bajo la fronda de un jazminero que se descolgaba de una de las tapias encaladas cercanas al Gorrión, la tasca donde la pareja había estado cenando con unos amigos hasta la medianoche, justo antes de que el olor a pólvora quebrase la suave fragancia que entretenía el paseo del matrimonio de vuelta a la casa familiar en la que esperaban dos niños menores de edad.

Basilio siempre había albergado la esperanza de que cualquier día habría sido bueno para encontrársela de nuevo, y por eso Adela tenía que aparecer tras los cristales ahumados de un coche detenido bajo un semáforo en rojo, su rostro descubierto poco a poco, a medida que el cristal automático de la ventanilla se recogía en su refugio y ella, acodada hacia afuera, se volvía al advertir que quien estaba en el paso de cebra, de pie y distraido, era aquel joven estudiante que conoció una noche que nunca se termina de olvidar. O quizá camuflada entre la ropa colgada de cualquier estand de unos grandes almacenes, envuelta entre camisas o faldas, camino de un probador. O que el azar haría que se cruzasen en la galería atiborrada de gente de un aeropuerto moderno, cualquiera de los que recorría en sus frecuentes viajes de trabajo por media Europa, dejándose llevar por una cinta mecánica en la que rueda una pequeña maleta de mano con el tamaño imprescindible para que cupiese en una cabina. O, posiblemente, entretenida en la terraza bulliciosa de un restaurante de moda de Madrid; la mejilla dejada caer sobre la palma de la mano, calando sus dedos en el pelo para apartar el flequillo de su frente y humedeciéndose tímidamente los labios con la punta de la lengua, mientras mantiene una conversación con algún desconocido que podría ser su marido o su amante. Quién lo podía saber. Era precisamente esa la causa por la que, durante tantos años, Basilio siempre estuvo atento a todo lo que se le cruzaba por delante. Pero era evidente que ninguna de esas situaciones iba a ser ya posible.

En su recuerdo, todavía intacto, Adela era veinte años más joven, los dos lo eran realmente, pero ya entonces ella lucía una cierta madurez que se amplificaba sobre el fondo de aquella belleza incrustada en ese cuerpo menudo del que ahora, en la foto, se había borrado la expresión. El día que la conoció, años atrás, era jueves, un jueves 18 de octubre, día de San Lucas, y día grande de feria para los vecinos de Jaén, con un cielo surcado de nubes inofensivas que se movían deprisa movidas por el viento fresco que regala el otoño. Y de aquel día, de ese instante concreto, recuerda detalles que se han quedado grabados de forma indeleble en su memoria, como una herida que nunca termina de cicatrizar. El entreabierto de la ventana de la habitación de su residencia de estudiantes sufragada por la familia Leclerc, por el que se filtraba la luz intermitente de una farola para iluminar parcialmente el perfecto óvalo en el que resaltaba la ondulación, ya sin maquillaje, de la mejilla izquierda de Adela salpicada de pecas; su ropa abandona en una silla, en la que ella apoyaba el pie desnudo para ayudarse mientras embutía sus piernas en unas medias extrañamente sin carreras; las notas graves de un piano interpretando un vals para endulzar la despedida; el leve roce con la punta de la lengua en la comisura de unos labios en los que ya no quedaba rastro alguno de carmín, pero que conservaban la aspereza de una noche larga en la que habían mezclado alcohol y tabaco; las diminutas huellas de sus tacones de aguja impresas en la alfombra del salón, camino de la calle, intentando hacer el menor ruido posible; el chirrido de los goznes oxidados de la puerta y el eco cansino que se expandió por el estrecho tiro de escaleras, acompasado por el traqueteo de sus pasos golpeando los escalones de madera, peldaño a peldaño, con una cadencia que Basilio no puede olvidar. Y luego, cuando se quedó solo en su habitación, el aire conmovido por el rastro de su perfume, dejando un ambiente húmedo de casa vacía y silenciosa. Y aquel número de teléfono anotado en las cuartillas de un color plomizo de una libreta cosida con una espiral de alambre que ella remató con un garabato que simulaba el contorno de una flor y al que él tardó unos días en decidirse a llamar. Adela, estudiante de Derecho y amante de los animales y de hombres guapos como tú. Así fue como se le presentó aquella primera noche que pasaron juntos en su cuarto individual del piso de la calle Duquesa. Y a esa primera noche siguieron luego otros jueves más, y largos días en los que sus miradas se siguieron buscado en el silencio de los estrechos pasillos de la biblioteca o en el alboroto de la barra de una cafetería cercana especializada en suizos a la plancha, en la que ambos se permitían desayunar los fines de semana, o por los empedrados recién regados de la calle Puentezuelas, antes de rematar la noche en el apartamento de la plaza de Gracia que Adela tenía alquilado. Aunque, con Cayetana Leclerc merodeando en su vida, no era previsible que nada fuera lo suficientemente consistente como para ser duradero. Triste pero cierto.

Bien entrado diciembre, en el umbral de las vacaciones de Navidad de ese año frío en el que Basilio se adentró por primera vez en el mundo que desbordaba la confortable seguridad del jardín de la casa Leclerc y el barrio costero en el que vivió desde su infancia, el grupo de amigos que se había creado en esos primeros meses de Universidad había decidido despedirse con una comida en un concurrido restaurante de bajo presupuesto: Los Girasoles. Sin que él lo pudiera si quiera imaginar, ese día fue el último que Basilio iba a ver a Adela con vida. Como tantas otras veces, después de comer no volvieron a casa. Se quedaron allí alargando la tarde, reposando la digestión del menú de dos platos y postre que acababan de tomar, entretenidos removiendo los posos del café y apurando las colillas de tabaco barato aplastadas en ceniceros de cristal opaco que olía a podrido, mientras charlaban animosamente sobre cosas que solo están en la cabeza de los que se creen inmortales, algunos distraídos en torno a un tablero de dominó, o arracimados sobre una mesa de cuatro, en la que, escondida tras sus gestos indecisos, se dejaba notar la buena mano que llevaba quien había servido las cartas de una baraja española de solo treinta seis naipes que se había tenido que completar con cuatro comodines corregidos con rotulador que se tomaron prestados de otras barajas francesas ya fatalmente incompletas.

 Adela mantenía su brazo echado sobre el hombro de Basilio, acariciando con sus dedos un pequeño remolino que se le formaba en la sien. Y fue en ese momento cuando, después de varias semanas sin saber de ella, Cayetana Leclerc apareció andando, repentinamente, sin haber avisado, al otro lado del cristal empañado por el calor de las estufas y el trasiego que se movía adentro, donde una veintena de jóvenes seguían sentados de forma caprichosa alrededor de mesas sencillas y alargadas, con manteles de papel salpicados de manchas de café, garabateados a bolígrafo y salpicados con migajas de pan. Llegó allí delante para mantenerse quieta, porque sabía que él la iba a intuir al otro lado, atraído por una llamada tan honda como primitiva que se había sellado en el jardín de la casa Leclerc, bajo un castaño de indias. Y Basilio, como vino siendo una constante a lo largo de su vida, no pudo negarse ante la crudeza irrefrenable de ese presentimiento que le doblegaba la voluntad. Y así fue como sintió instintivamente su presencia pegada a la espalda, como el frio que arrastra consigo el miedo, una sensación que se incrusta en la piel y cala los huesos. Y abandonado ante esa necesidad imperiosa de girar la cabeza para buscarla, apretó los puños y se dio la vuelta sabiendo a quién se iba a encontrar.

Cayetana Leclerc esperaba de pie, parada afuera, mirándolo fijamente, observando el brazo desnudo de Adela dejado caer sobre su nuca, sus dedos acariciándolo distraídamente, y repitiendo desde el mismo origen de sus pensamientos, de forma incisiva, una y otra vez, el nombre de Basilio. Los pies juntos y erguida, una figura dulce embutida en una gabardina dejada caer sobre los hombros con un descuido medido, la hebilla del cinturón arrastrando por el suelo, tintineando al chocar el metal con la piedra cuando el aire la movía ligeramente, las manos cruzadas y recogidas bajo los brazos para protegerse del frío. En absoluto silencio. Se protegía con un pañuelo de color fucsia anudado al cuello que contrastaba con el ambiente gélido y gris de esos días de diciembre. El cielo apenas podía intuirse entre los alerones de los tejados en los que aún goteaba la lluvia, apuntalado por el penacho de humo de una chimenea. Bajo aquella figura silenciosa, brillaba el suelo húmedo del empedrado de la calle, con olor a potaje y puchero que se había cocinado a fuego lento, y se hacía notar el tacto rancio de los portales y zaguanes construidos bajo un tiro de escaleras de mármol pulido por las manos que lo sobaban a diario, cada uno recluido en sus costumbres. Las brumas de la vida sencilla que se escondía en las entrañas de los barrios antiguos en el que convivían, no sin dificultad, estudiantes, familias, funcionarios y empleados..., cada uno con sus intrigas y sus extravíos, habitando su propio universo de rituales e incertidumbres.

Basilio, movido por ese impulso que conocía bien, retiró el brazo de Adela con una lentitud medida y, apoyándose en su frente, sujetándole la cara con ambas palmas de las manos y con los ojos cerrados, la besó con tristeza en los labios. Un beso que sin él saberlo iba a ser de despedida. Solo entonces se volvió contra el cristal, para sostener la mirada de Cayetana Leclerc con ese temblor nervioso de los indecisos. Los dos aguantaron en aquella posición hasta que ella le ordenó salir con un simple gesto de sus ojos que se quedaron clavados en la puerta de aluminio del bar, a medida que ella echaba a andar calle abajo.

No avisaste, le dice Basilio. Y ella le responde con un silencio que no disculpa su leve sonrisa.

Un día no me vas a encontrar Cayetana. Un día vas a venir y yo no estaré. Te lo juro. Así le protesta en vano cuando se encuentran en la salida. Y ella le empuja con el brazo que rodea su cintura para que eche a andar. Vamos a tu casa. Hace frío, anda.

Y Adela no pudo hacer más que perseguir con la mirada el descenso de aquellos dos por San Juan de Dios, despacio, ella sosteniéndolo envuelto por la cintura, y Basilio con las manos metidas en los bolsillos, apretadas en un puño, escondiendo las ganas irrefrenables de devolverle el abrazo. A esas horas, la luna llena estaba aún pegada al horizonte, proyectando una luz oblicua que llenaba de sombras y claros la avenida de San Juan de Dios. Cuando la pareja giró en la esquina, la calle de San Jerónimo se quedó por un instante vacía y, en un segundo, en el momento en el que el semáforo cercano cambió a verde, de repente se llenó de rodaduras de coches que huían del día, sin reparar en la triste mirada de la joven de Jaén a la que le gustaban los animales y los hombres guapos como Basilio.

A aquel día de diciembre de luna llena le siguieron años en los que, de forma clandestina e intermitente, Basilio y Cayetana Leclerc se entregaron en detalles insignificantes y aparentemente inofensivos que ellos agrandaban con esa costumbre suya de amarse y disfrutar sin límites, mientras se adentraban titubeando en la noche al ritmo torpe que marcaba el alcohol, la música y los estímulos ciegos del deseo y una narcótica juventud, dejando así sus vidas corrientes en suspenso, hasta acabar entregados en la estrechez de cualquier rincón, habitando sueños adultos, inimaginables para Basilio, sin que en su actitud se apreciara signo alguno de disculpa por no atender a los ruidos confusos que le llegaban desde los márgenes del otro lado de la habitación que los protegía, como un severo aviso de que el mundo que habitaba la calle no se había detenido, por mucho que ellos se sintieran ajenos a la advertencia de que la vida que él imaginaba junto a Cayetana no era más que un mero espejismo. Años en los que, a pesar de todo, Basilio hubo de ocultar a los ojos de Cayetana Leclerc el recuerdo de Adela, escondiendo aquella libreta en la que ella anotó su teléfono adornado con el garabato en forma de flor en la última de las gavetas de su escritorio, boca abajo, enseñando la contraportada de colores que publicitaba una marca de ibuprofeno, disimulada entre folios de apuntes y notas, recuperada a veces para repasar con la yema de los dedos la delgada línea del perfil de los números manuscritos, los pétalos de la flor hilvanada con un solo trazo, como si con ello pudieran revivir los abrazos silenciados, los besos sordos de aquel día de San Lucas en que Adela decidió que en la noche grande de la feria de su infancia los dos iban a esperar la salida del sol agazapados entre las sábanas, uno frente al otro, atónitos y abrazados, como si realmente el mañana no existiera. Sin que ella llegara a saber nunca que, realmente, esa sencilla decisión, el breve intervalo de tiempo que cabe en apenas ocho horas, iba a tener atrapado toda la vida a un hombre que por entonces estaba aún en proyecto.

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