García Santos

 



21.- GARCÍA SANTOS CAMINA despacio por el largo corredor revestido con azulejos y un tablón de corcho en el que, sujetos con chinchetas doradas, cuelgan anuncios de oposiciones y pisos en alquiler para enfermeros. Anda con las manos amarradas en la espalda, tirando aún del peso de su declaración en el juicio de Basilio durante varias horas y sus recién cumplidos cuarenta años que algunas veces le caen encima como si fueran una centena. Se suelta las manos para arrascarse con las uñas debajo del mentón de la cara, donde azulea una incipiente barba de dos días y alguna que otra calva producto de sus nervios. Siente un extraño picor que no se le acaba de pasar del todo. Se para en una ventana a medio abrir y ahora toca con los dedos el alfeizar de mármol blanco para comprobar que no le quedan residuos de polvo en las yemas. La asepsia es una obsesión como otra cualquiera, o eso cree. Llueve ligeramente sobre los techos encalados de los invernaderos que aún sobreviven en la vega, junto al río casi siempre seco, un agua fina y débil, y desde su posición alcanza a ver la sombra de un subsahariano que se da prisa recogiendo pequeños utensilios de labranza y apilando unas cajas de plástico duro en la puerta de la nave. Aunque no escucha la lluvia es capaz de imaginar el sonido que hará cuando arrecie sobre el plástico tensado contra los alambres, sobre el techo de uralita de la nave en la que se guardan los aperos. Ese es su trabajo, imaginar cómo han sido las cosas, o prever cómo van a suceder en el futuro. Continúa recorriendo el largo pasillo del hospital, dando vueltas a las preguntas que le ha hecho el fiscal, en sus respuestas, pensando en el dolor y el sufrimiento, en el hecho de que es difícil para quien trabaja cotidianamente con muertos plantearse el efecto que tiene la presencia del mal sobre la vida, cuando ésta aún se mantiene intacta antes de perderse para siempre. Pero él no entiende el dilema, porque el dolor y el sufrimiento constituyen respuestas afectivas de las que carecen los que ya se han ido. De las que quizá carezca él mismo después de tantos años de recomponer los escenarios en los que se perdieron cada una de las vidas de los cadáveres con los que se ha cruzado desde que llegó a esta ciudad de mierda. En la consistencia de la carne muerta, en la proporción que relaciona el cuerpo con la agresión externa que le arrebata la vida, el sargento, jefe de la policía científica, especializado en criminología forense, encuentra un espacio idóneo sobre el que poder elucubrar con criterios más o menos científicos las causas de una muerte, o deducir o imaginar el mecanismo de una herida, las conductas que la han producido siguiendo patrones que ha aprendido de otros patólogos o de la experiencia de los cuerpos que precedieron, pero nunca ha pensado en el dolor o el sufrimiento como parte de aquella ecuación. Cómo medir la intensidad de un último grito a partir de la evidencia de un cuerpo desprovisto de alma, el escalofrío que se cuaja en el centro de una retina horrorizada, el vacío que queda grabado en las pupilas, el terror que se encierra en unos ojos vidriados que toman conciencia de que aquello que están viendo en ese preciso y último instante ha venido a robarles la existencia. Cómo imaginarlos, precisamente a ellos, en los momentos previos a que el utensilio contundente se precipitase contra su nuca humedecida y salada, como el mar que no los ha protegido, el ahusamiento del metal al chocar con las cervicales, desintegrando vertebras, músculos, tendones, el abrasamiento de la piel bronceada a esas alturas de verano, y los moretones en sus brazos, mientras su asesino debió de agarrarlos por detrás de forma imprevista. Sin mayor resistencia, sin poder oponer otro obstáculo que aquel grito que García Santos no sabe calibrar. 

Encerrado en sus cavilaciones, no percibe que ha llegado al final del pasillo con lo que, volviendo la cabeza, mira extrañado el trecho recorrido. Con un puntapié empuja una doble puerta sin cerradura y accede a la zona de despachos. Toca antes de entrar y, sin esperar respuesta, se mete adentro, dejando a un lado la bata, salpicada de diminutas manchas de yodo, que cuelga de las escarpias bruñidas de un perchero.

 Ya está, Primitivo. Una pena que no tengamos regulada la prisión permanente, porque a este le hubiera caído la perpetua. Y bien merecido que lo tendría.

 No digas tonterías, anda. Le responde el galeno que, cambiando los zuecos por unas zapatillas deportivas, se agacha sobre su mesa, abre el cajón y ensarta sobre sus dedos las llaves del coche y una cartera en la que se asegura que asoman algunos billetes de veinte euros. Alinea una carpeta y los bolígrafos que ha dejado sobre el tapete de su escritorio y, cuando todo está en orden, agarra la gabardina. Echándosela sobre el hombro, tira para la calle en compañía de García Santos que no acaba de asumir que, las dudas de Primitivo, perceptibles y sonoras en el fondo de la conciencia, van a seguir ahí, mostrándose continuamente, como en las noches silenciosas del cuartel en las que se podía escuchar el cansino reptar de la carcoma.



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