Epílogo. La despedida.

 

Si a Basilio le hubiera quedado tiempo para preguntarme por lo que hice aquella tarde de domingo, podría haberle contado que recuerdo un pareo estampado con el que Ella alfombró la fina arena del Cabo. Antes, nos había señalado con la mirada el hueco que quedaba vacío enfrente, encajado entre unas barcazas de madera cuarteada y un rimero de sogas y herrajes desollados por el óxido. En silencio, los tres nos abandonamos en los márgenes del día más largo del año para poder apreciar cómo la tarde se perdía despacio por poniente, haciendo equilibrismo sobre la delgada línea del horizonte, porque a esas alturas de mes la primavera ya tocaba a su fin y no quedaba rastro alguno del polen en suspensión que semanas atrás había tintado los alféizares de las ventanas. Y le podría haber contado que me latieron sensiblemente las sienes al perseguir con la mirada a la compañera fiel que Ella siempre llevaba pegada a su lado, cosida como una sombra. Porque el yorkshire se apartó sin pedir permiso en busca de la orilla, moviéndose despacio entre los guijarros, contoneando un cuerpo cargado de años, esperando que le alcanzase el oleaje tímido de finales de junio, hasta que se hundió en la arena tibia y sus patas se sumergieron en el agua, para quedarse inmóvil, el gesto clavado en el fondo, allí donde flotaban las gaviotas, como si no le estorbara el velo que se había tejido sobre sus ojos, amusgando la frente para recoger los últimos rayos de luz, disfrutando de la brisa en la que oscilaban sus bigotes para que se le relajaran las orejas moteadas de canas, quizá preparándose para dar el definitivo salto al vacío para el que ya estaba dispuesta. Y le diría sin un atisbo de duda, porque en mi memoria aquella estampa se ha quedado grabada para siempre, que el cielo espejeaba sobre una lámina de buena mar, dibujando en el agua en calma el contorno de unas nubes altas e inofensivas, traspasadas de lado a lado por el vuelo desordenado de decenas de golondrinas que se batían en el aire en una cruenta y planificada cacería de insectos.

Ella, al tomar conciencia de la magnitud de la despedida, lo verdaderamente definitivo de aquella mutilación invisible, echó en falta la foto que esa tarde no se hizo, con la falsa esperanza de que la fotografía habría conseguido fijar en su memoria aquel preciso momento, aquel instante inmortalizado para siempre en la portada iluminada de la pantalla de su teléfono, o impresa, quizá, en un papel satinado que reposaría enmarcado sobre su mesa de estudio y le hubiera permitido retenerla a su lado, silenciosa, recortada bajo el umbral de la tarde, caminando ausente, ajena al mal que se la estaba llevando. Dispuesta ya dormir. A morir. Una imagen con la que mitigar aquella sensación devastadora que desde su infancia lo ocupa todo y que la lleva a sentirse constantemente abandonada.

Estábamos en la playa, los tres, una playa poco concurrida, y me fijo también en que Ella lleva los labios pintados, sí, aún hoy puedo notar la rugosidad del carmín cuando los aprieta y se los muerde al fijar la mirada en la estampa que ofrece la orilla. Sin embargo, curiosamente no lleva perfume y se ha recogido su pelo normalmente encrespado en dos trenzas que le caen encima del pecho, por delante, como si aún fuera una niña. También abandonada, pero niña. Una niña a la que lo hombres miraban como si ya no lo fuera, como si se hubiera convertido en mujer de la noche a la mañana. Ya por entonces, el carmín encendido que brillaba en sus labios se había convertido en cómplice de todas aquellas miradas. Como ahora, a pesar del tiempo transcurrido, cuando se mantiene vivo el deseo al recordar el rastro de saliva que humedece la pintura que se esparce de lado a lado de su boca.

 Si a Basilio le hubiera dado tiempo a preguntarme por lo que hice aquella última tarde de primavera, en las vísperas de San Juan, le podría haber contado, en voz baja, que ese domingo, cada uno a su manera, los tres improvisamos una larga despedida, la última, antes de que nuestra historia, ya desgastada, se refugiara para siempre en los residuos de la memoria.

 

Garrucha, a 15 de agosto de 2024. Día de la Asunción, el día de mi madre.

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