El cumpleaños de Mario

 



Yo no pienso que todo principio sea involuntario; muy al contrario, creo que alguien en otro lado movió los hilos para que vinieras al mundo precisamente un siete de noviembre, el mismo día en que había nacido tu madre. Esa ha sido otra amabilidad del destino.

Recuerdo que la tarde se dejaba ir por levante, y afuera una lluvia fina lo cubría todo: el cielo, espeso y cuajado de nubes, y el mar, que, a pesar de todo, se mantenía en calma. Lo recuerdo bien porque me escapé de la sala de espera, fría y azulejada, en el momento en que el doctor decidió que tenía que separarme de vosotros para que todo se precipitara. Solo quería que pasase rápido, que todo saliese bien. Y eché a andar por el barrio con las manos encajadas en los bolsillos, con la mirada caída hacia el suelo, entretenido en los charcos que tachonaban las calles mojadas, en el reflejo de la escasa luz que aún quedaba y que poco a poco se iba apagando, atronado con el sonido tibio de las olas que rompían con delicadeza contra la arena.

Y yo imaginaba cómo ibas a ser: la blancura de tu piel, el pelo rubio, los ojos azules, la barbilla partida que heredarías del abuelo y los labios perfilados de tu madre. Y te imaginé creciendo. Y así naciste a las siete de la tarde. Luego, ella, que ya te había escuchado llorar, me abrazó con los ojos arrasados en lágrimas, exhausta, para confirmarme que sí, que habías nacido entero.

Y los años comenzaron a sucederse, mientras nosotros éramos testigos silenciosos de todo lo que ocurría a tu alrededor, y tú, simplemente, crecías. Los abrazos sostenidos sobre los que te retorcías tranquilo, mis primeros besos de buenas noches, y tú protegido bajo el embozo de la cama, escuchando el secreto con el que te adentrabas en el sueño; el primer día de la guardería—también la primera vez que te solté de la mano. Y me mirabas sin poder creer que te dejara allí, como abandonado—; las madrugadas diarias para acompañarte al colegio, todos los amigos que te han acompañado en este viaje esperándote en una fila ordenada que temblaba entre la curiosidad y el asombro; los viajes adonde los olivos para ver a los abuelos; los largos veranos en Garrucha, rodeados de primos; tu primera comunión, la graduación… Y tú, simplemente te dedicabas a crecer. El mundo cambiaba a tu alrededor, pero la rutina siempre fue hacerte mayor. Así debía ser.

Mucho antes de lo que podríamos esperar, llegó la hora de que te marcharas de casa para emprender una nueva vida en el norte, en Madrid, dispuesto a entregarte de lleno a un futuro tan ilusionante como incierto. Y nosotros, encogidos, sin poder ni querer retenerte, a pesar de ser conscientes de que a veces se iba a hacer imposible soportar la distancia inevitable que nos separa. Y me da por recordar mi viaje al otro lado del mundo, porque entonces era tuya la mirada que tuve que esquivar, y son las mismas lágrimas las que ahora vuelvo a esconder. Pero, igual que entonces, he aprendido a aceptar que la persona en la que te estás convirtiendo es aquella que imaginé bajo una fina lluvia un martes siete de noviembre, mientras la tarde caía. Un hombre fuerte, independiente, que sabe de dónde viene y tiene claro hacia dónde quiere ir, sin ataduras, sin limitaciones. Y nosotros estaremos ahí, apoyándote en todo lo que te propongas, compañeros en la aventura de soñar, en la meta que te espera en cada viaje.

Hoy te escribo esto desde casa, mientras miro afuera y veo la silueta delgada de una grúa, su brazo extendido a lo largo de la calle, los cables sueltos y flácidos colgando de una argolla. Me doy cuenta de que las sombras de noviembre, como aquellas de dos mil seis, son cada vez más largas y los días más breves. Y pienso en ti, en cómo el tiempo sigue empujando cada etapa de tu vida, en cómo se está forjando el hombre que soñé un día de noviembre, esperándote, sabiendo que habías venido a desordenar mi mundo y a darle sentido.

No lo recuerdas, pero estás en la dedicatoria de una novela que también habla de amor. En ella, te deseé que nunca te agotaras en lo imposible. Porque tienes que saber que hay batallas que nunca se deben iniciar, luchas que hay que afrontar estando dispuesto a perder, asumiendo en la derrota la conciencia de nuestra propia debilidad, porque con ella convivimos y forma parte necesaria del aprendizaje. Tú única ambición verdadera ha de ser buscar la felicidad tuya y de los que te rodeamos.

Sé que lo mejor está por venir, de eso no me cabe ninguna duda. Ahí estaremos mamá y yo para verlo, ocupando el espacio que nos dejes, cumpliendo el papel que nos toque en cada momento, pero siempre amarrados a ti. Porque somos fuertes, como el noviembre que te vio nacer, y estamos enraizados en el terreno que pisas, como los pinos centenarios que hunden sus raíces en la cara norte de los Filabres.

Feliz cumpleaños, hijo mío. Que cada sombra alargada que se estire bajo tus pies,  cada día corto de noviembre, te recuerden que el futuro está ahí para que lo hagas tuyo. Siempre habrá más por descubrir, más por amar, más por ser.

Tu padre, que te quiere.

Siete de noviembre de 2024

 

Comentarios

  1. No es fácil dejarme sin palabras . Y esta oda al amor paterno a la familia , a tu hijo .. eque pase s un poema narrado con tanta delicadeza y entrega, que hace que los que lo leemos, nos quedemos profundamente marcados por tus palabras. Mario , Pepe, MJosé , de una forma maravillosa formáis parte de nosotros y estaremos atentos a cada paso , a cada año que pase para veros crecer , todos juntos , de la mano .. en esta maravillosa aventura que es la vida . Un abrazo grande , muy grande a todos. Ya se yo quien estará disfrutando desde el cielo de veros así de felices. Por muchos años ..

    ResponderEliminar
  2. Un millon de gracias Chiqui. Sí, sabemos bien quien nos mira, quien protege los pasos que damos y los traspies que sufrimos. Nosotros también lo echamos de menos.un beso

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

La única obligación es ser respetuoso…, nada más.