Sombras

 


A fuerza de ver pasar los días he acabado por acostumbrarme a mirarte con otros ojos, con una mirada diferente, quizá real. Y por eso hay momentos en que, de repente, proyecto una sombra oscura bajo la que puedo sentir cómo reptan las alimañas que se esconden bajo tierra. Una sombra tupida y negra que no deseaba ni me gusta. Que da miedo. Es un velo que cae sobre el suelo, ahí delante, sin avisar, avisándome de que lo malo está aún por llegar. Y entonces se produce un silencio que se enreda entre los pliegues de esa sombra, un silencio mudo que me dice muchas cosas.

Ya no sé si el peso que noto proviene de afuera o si soy yo quien lo provoca, quien lo alimenta con mirada ladeada, con cada noche en la que el sueño se vuelve imposible. He llegado a acostumbrarme a esa sensación, a convertir en algo casi familiar a esa sombra, como si me recordara un lugar al que no quiero volver, pero que nunca he podido dejar atrás del todo. Quizá por eso me aferro a las lunas viejas. Ellas no me miran con ojos nuevos ni me prometen verdades que no puedan cumplir. Solo me observan, desgastadas, pacientes, dejando que su luz escasa se filtre por cada una de las rendijas que se abren entre los huecos de mis dudas.

Y entonces, en su compañía, imagino los días nuevos. Los veo como pequeñas brechas en la oscuridad, parpadeos de algo que aún no tiene forma pero que sé que está ahí, esperándome. No sé si serán mejores o peores, pero serán distintos. Y eso, de algún modo, es bastante.

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