EL VIENTO Y EL PLOMO



El viento se ha quedado en calma. Las claras del día, enredadas entre las frondosas

copas de los árboles del jardín comunitario, se filtran por las fisuras de la cortina para

reflejarse en el espejo que cuelga frente a la cama. Ella duerme desnuda, tumbada

bocabajo, con la cabeza abandonada sobre la almohada y protegida entre las sombras,

respirando el olor a hombre del que están impregnadas las sábanas. Su piel yodada

desprende una luz propia, ajena a aquella penumbra. El contorno de su cuerpo

desnudo, dibujado con curvas y huecos imprecisos, le recuerda el perfil del Cabo en el

instante en el que la montaña oscura se humilla antes de ser engullida por el mar azul

e infinito. Repasa con la mirada cada pliegue de su piel tatuada, pero no se atreve a

volver a tocarla. Se ha vestido despacio, sin hacer ruido, intentando no despertarla, a

sabiendas que ella no descansa si la casa no está vacía. Y le da por recordar.

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