El viento y el Plomo… y ese breve espacio en que no estás.

 



Me advierte el doctor Carlos Mateo Balmelli, con tino y educación, que hay ausencias que se resisten a irse del todo. Se quedan ahí flotando, como humo que no se expande ni termina de disiparse. Pablo Milanés canta con una dulzura cruel sobre ese tipo de presencias fantasmales, sobre esa mujer que “no pide nada a cambio de lo que da” y que es tan violenta como tierna. Y mientras lo escucho, mientras su voz susurra, como caricias, cada una de las palabras de su hermosa canción, como quien se despide, no puedo dejar de pensar en Cayetana Leclerc.

Ella, casi siempre, no es una mujer: es una tormenta. Un vértice. Un crimen y un canto. Es la que incendia a Basilio con solo existir. El ya nació condenado, por lo que no hay amor sin ruina para él, ni sombra alguna si no se interpone por medio la figura de Cayetana recortándose contra la luz del verano, o el frio del invierno, puesta en pie, erguida sobre sus tacones, afilando las piedras de la calle. Y entonces pienso en esa línea de la canción:

"La prefiero compartida antes que vaciar mi vida".

¿No es esa la condena de Basilio? Aceptar el amor aún cuando se sabe desigual, aún cuando no es correspondido, aún cuando esa entrega —una sola vez, un solo beso— lo ata para siempre a una vida que ya no le pertenece. Él es plomo. Y Cayetana,  puro viento, que desgasta todo lo que toca.

Milanés dice también:

"Todavía yo no sé si volverá / nadie sabe al día siguiente lo que hará".

Y eso es exactamente lo que destruye por dentro a Basilio. La incertidumbre, el no saber qué lugar ocupa. Porque amar a alguien como Cayetana es estar siempre a la intemperie, sin techo, sin refugio. Amar a alguien que flota sobre las miradas de todos, por encima del bien y del mal, mientras Basilio se hunde en la tierra húmeda que pisa.

Hay en mi novela un amor sin redención, sin contrato. Incluso apareció de improviso, si que nadie lo advirtiera. Como en la canción, no hay promesas de eternidad. Pero sí que hay presencia y momentos. Fugaces, dolorosos, pero momentos. Un olor, una voz, un gesto que queda pegado a la memoria como una mancha de sal. Como el viento en la ropa tendida. Como el plomo que se hunde en el fondo. Como el sol que acaricia los membrillos maduros en septiembre.

Y es que, al final, tal vez eso es el amor verdadero: ese breve espacio en que el otro no está, pero todo lo llena.

Gracias al doctor Balmelli  por recordármelo.

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